Germán Zuluaga Ramírez – «¿Plantas sagradas? » El concepto de lo sagrado en la tradición de los pueblos indígenas.

Germán Zuluaga Ramírez es colombiano, médico cirujano de la Universidad del Rosario, con Maestría en Ciencias Médicas y Doctorado en Epidemiología en la Universidad Autónoma de Guerrero de México y el CIET de Canadá. Director del Grupo de Estudios en Sistemas Tradicionales de Salud de la escuela de medicina de la Universidad del Rosario. Director del Centro de Estudios Médicos Interculturales (Cemi) que realiza proyectos comunitarios para la construcción de una política intercultural en salud. Combina las actividades académicas, científicas y administrativas con la consulta médica general en el municipio de Cota (Cundinamarca). Autor de varios libros y artículos científicos. Su labor ha estado encaminada a la aproximación a los sistemas tradicionales de salud de comunidades indígenas, afroamericanas y mestizas, además del estudio de la etnobotánica y la botánica médica. Ha contribuido al establecimiento de nuevos criterios éticos para la investigación con comunidades, basados en el diálogo intercultural. En recientes trabajos propone el pluralismo jurídico, defiende el derecho a la diversidad epistemológica y propone una epidemiología aplicada al conocimiento tradicional.

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«¿Plantas sagradas? » El concepto de lo sagrado en la tradición de los pueblos indígenas. Germán Zuluaga Ramírez

Desde la década de los ochenta del siglo pasado se ha suscitado a nivel mundial un gran movimiento indigenista. Se trata del reconocimiento de la diversidad cultural, de la inclusión constitucional en muchos países de su carácter pluriétnico y multicultural, de la firma de la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas por las Naciones Unidas, de la celebración del día internacional de los pueblos indígenas cada 9 de agosto, entre otros muchos hitos. Tal auge indigenista también incluye la revaloración de sus conocimientos, tradiciones, ceremonias, rituales y en general de sus sistemas tradicionales de conocimiento, denominados hoy con el término de chamanismo.

Este movimiento propio de la posmodernidad, que busca nuevos paradigmas o recuerda las viejas tradiciones y los saberes ancestrales, promueve el consumo de plantas especiales utilizadas consuetudinariamente por los pueblos indígenas y hasta hace muy poco condenadas en el mundo occidental como alucinógenas, tóxicas y causantes de farmacodependencia. La desatanización de estas plantas pasa ahora por describirlas como sagradas o enteógenas, y los escenarios que acompañan su uso, como rituales religiosos y ceremonias espirituales. Corresponde a un fenómeno que yo llamaría «religiosización del chamanismo», casi siempre simultáneo y a veces compartido con otro similar: la «medicalización del chamanismo».

¿Corresponde este fenómeno con el sentido auténtico de las tradiciones chamánicas? Quisiera presentar algunas reflexiones sobre el concepto de plantas sagradas, a manera de respuesta, compartiendo con ustedes lo que los indios me enseñaron sobre las plantas medicinales y la necesidad de una hermenéutica para el diálogo intercultural.

Mi encuentro con el chamanismo del piedemonte amazónico sucedió hace treinta y cinco años, cuando hacía mi práctica de medicina en la región amazónica del Caquetá, Colombia. Ocurrió de manera inesperada con un curandero de la etnia ingana, don Roberto Jacanamijoy, quien poco a poco me fue cautivando con su sabiduría, en medio de ritos curativos con el consumo del brebaje conocido aquí como yagé. Grande era mi escepticismo. Tardé un par de años en convencerme de que su medicina tradicional era eficaz y de que las plantas medicinales sí tenían efectos positivos en la salud humana. Desde entonces mi vida entera sufrió una profunda y dramática transformación en todas las dimensiones: personal, familiar, profesional, académica y laboral. ¿Qué fue lo que ocurrió?

Cuando el indio finalmente me convenció, mi reacción fue querer abandonar la medicina que había aprendido en la Universidad, dejar de lado mi blusa blanca, mi fonendoscopio, mi consultorio, para irme a vivir con el indio, ponerme el guayuco y las plumas y seguir el aprendizaje como médico tradicional indígena. Pero pronto el mismo don Roberto me corrigió: «Tal vez no ha entendido. Si le abro las puertas, no es para que usted se pase a esta orilla. Es para tener alguien en la otra orilla con quien conversar». Quedé estupefacto y al mismo tiempo admirado. Don Roberto me invitaba al diálogo intercultural en tiempos en que apenas nacía este concepto en Occidente. Y acepté el reto. Ya no se trataba de convertirme en un chamán, pero sí era necesario conocer a fondo su mundo de conocimientos y el conocimiento de su mundo. Así, seguí un riguroso aprendizaje que me fue convirtiendo en un curandero mestizo.

Durante este aprendizaje, mi natural deseo era conocer las plantas medicinales, aunque siempre bajo las categorías de mi pensamiento occidental. Buscaba las plantas para la hipertensión, la diabetes, el cáncer o la artritis, pero de manera extraña no encontraba en don Roberto disposición para enseñármelas. Comprendí que de nada servía preguntarle al chamán, por ejemplo, qué planta conocía para el lupus eritematoso sistémico. O que no era capaz de entenderle cuando me decía que tal o cual planta servía para el mal aire o el hielo de difuntos. El diálogo así nacía muerto y por ello, no resulta extraño que en muchos estudios etnobotánicos sean reportadas diversas plantas para la inflamación ocular, cuando a lo que se hace referencia es al «mal de ojo», una enfermedad que no tiene relación alguna con los ojos. O que algún etnobotánico no encontró reporte de plantas para el paludismo, pues nunca preguntó por plantas para la malaria.

Fui poco a poco entendiendo que primero era preciso despojarme de mis propias categorías, de mi propio lenguaje, para ser capaz entonces de escuchar y entender el lenguaje de él y aceptar y acoger sus categorías de clasificación. Se me invitaba así a una radical ruptura epistemológica, lo que significó, para comenzar, admitir que había otras maneras de comprender y describir el mundo. Que había otras ciencias y que había otra forma de aprender sobre las plantas medicinales. Esta ruptura fue dándose a través de las tomas del yagé y de los rigores del aprendizaje. Y Don Roberto la fue provocando a través de cinco etapas, no necesariamente sucesivas.

Primero me enseñó que el mundo, antes que palabras y sonidos, estaba formado por una trama de colores. El mundo tiene color y es color. Y el color que poseen los elementos minerales, vegetales y animales no es una simple cualidad extrínseca, como si Dios fuera un pintor que dio caprichosamente pinceladas sobre su creación. ¡El color es una cualidad intrínseca que tiene una propiedad y le concede al objeto esa propiedad! Las hojas de las plantas son verdes, la sangre es roja, el semen y los rayos son blancos, las flores rojas o amarillas, el agua cristalina, el cielo azul, y nada de esto puede ser de otra manera. Aquí, en mí, la palabra cedió su primacía ante el color.

Luego me enseñó que también el sabor es otra propiedad intrínseca de las plantas y los animales. No es tampoco el sabor una cualidad extrínseca y caprichosa que el Creador les asignó porque sí. Esto es aún más importante en las plantas medicinales. Y así aprendí que había plantas amargas, dulces y aromáticas, ácidas y frescas. Y esta cualidad explicaba mejor su efecto, en especial sobre el hígado, ya que la bilis es la única sustancia amarga que existe en los animales y el hombre. La bilis cumple una función de limpieza, tal como las plantas amargas. Aparecía un concepto que en la medicina occidental ya no existe. Amargo y limpieza fueron dos de las primeras claves para entender la medicina tradicional y la forma de funcionamiento de las plantas medicinales.

Después me enseñó don Roberto a ver el mundo en la perspectiva dual de lo masculino y lo femenino. A través de simples juegos como la comparación entre la naranja y el limón, la cebolla y el ajo, la canela y el clavo, se abrió ante mí el inmenso mundo de la selva, la madre tierra, la naturaleza, las flores, las mariposas y las plantas medicinales, todas en una danza de la fecundidad, ya que son inseminadas por ellos, el sol, el fuego, el viento, el rayo y el trueno. Lo uterino y lo seminal aparecían como nuevas categorías para comprender la salud y la enfermedad, así como las perspectivas de la prevención y la curación, que difieren por supuesto en hombres y en mujeres. Y comprendí la importancia del cuidado de la menstruación, de la gestación y el parto, de la placenta, del rito femenino de iniciación y de la menopausia.

Entonces apareció ante mí la noción de lo frío y lo caliente. A estas alturas ya era capaz de asimilar otros lenguajes, pero esto de plantas frías o calientes me parecía poco menos que ridículo. Caminando juntos por la selva, él me señalaba alguna planta y me decía: «esta es una planta caliente», sin darme más explicaciones. Confieso que en un principio me detenía frente a la planta y tocaba sus hojas para ver si apreciaba en ellas una temperatura mayor que en las otras. Pero, por supuesto, nada. En mi medicina de la universidad, la noción de calor existe sólo para hablar de la fiebre como un síntoma, en especial de enfermedades infecciosas, y el frío sólo para hablar de congelación, en especial por la inmersión en agua helada, nieve o temporadas invernales. Pero llegar a pensar que había frío o calor en problemas respiratorios, metabólicos o menstruales estaba lejos de mi alcance. Finalmente, con el tiempo aprendí que, en efecto, casi todas las enfermedades podían y debían explicarse a partir de desbalances térmicos, y por eso la clasificación de plantas frías y calientes sigue siendo la más importante para comprender el efecto de las plantas medicinales en la mayoría de los reportes etnobotánicos del mundo entero, aunque antropólogos, etnobotánicos y médicos menospreciemos este concepto.

Como fiel heredero de la tradición científica occidental materialista, lo que menos estuve dispuesto fue a admitir la posibilidad del mundo invisible. En efecto, no podía tolerar la idea de espíritus tutelares, de enfermedades de origen espiritual, de mal viento, de hielo de difunto, de maleficios, de envidias, de pérdida del alma, por no mencionar tantas otras. Ya el pensamiento racional de Occidente había dejado de describir al ser humano con la noción griega de cuerpo, mente y alma. Con Kant había finalmente desaparecido la idea de alma; en la medicina occidental, apenas nos quedamos con el cuerpo y la mente, siendo esta última apenas un pequeño reducto dejado a la deriva de la sicología y la siquiatría. Y un indio me enseñaba que la persona humana es carne, sangre y huesos, recuerdos, emociones, sentimientos, pensamientos y espiritualidad, todo eso al mismo tiempo.

«¿Quiere saber si una planta sirve para el hígado o para los riñones?», me preguntaba el indio y él mismo respondía: «sí y no». Comprendí finalmente que, por ejemplo, la verbena sirve para descargar el hígado, para limpiar la sangre, para fortalecer la carne, para botar las envidias, para curar a las personas amargadas, para disponer mejor el espíritu. Todo eso al mismo tiempo, pues somos todo eso al mismo tiempo. Y la verbena no sólo sirve para curar, pues también y sobre todo sirve para prevenir y proteger.

Y aunque profundicé en los estudios de fitoquímica y farmacología para entender el funcionamiento de las plantas medicinales a partir de sus principios activos y metabolitos secundarios, y  si bien pude entender que por ejemplo la verbena gracias a sus principios amargos heterósidos estimula todo el sistema nervioso autónomo parasimpático, lo que explica sus efectos limpiadores orgánicos, estaba lejos de entender que tales reacciones químicas y farmacológicas estuvieran conectadas con el ámbito sicológico y espiritual de los individuos. Sí, quizás la naciente disciplina de la medicina sicosomática, aún poco aceptada por la ciencia médica moderna, me permitía admitirlo, pero se trata de un asunto que va más allá de conexiones neuronales entre la psique y el cuerpo orgánico.

Cuando don Roberto quiso describirme su mundo, el mundo completo, visible e invisible, a la manera de lo que los antropólogos definen como la cosmovisión, pude ver con mis propios sentidos que había mundo, inframundo y supramundo, no sólo como condiciones espaciales, sino también y simultáneamente como condiciones temporales. Mi tradición judeocristiana me enseñaba esto mismo, pero como tres espacios diferentes: el mundo, el infierno y el cielo. La vida de aquí es la vida en el mundo, y después del juicio seguirá la vida en el cielo o en el infierno. Pero el indio, aceptando esos tres espacios, me llevaba, aquí y ahora, a conocerlos y recorrerlos. Y fui comprendiendo, más allá de disquisiciones religiosas o teológicas, que aquí y ahora podemos vivir en el mundo, en el supramundo o en el inframundo y que, aquí y ahora, puedo desplazarme allí o allá.

Aunque, como Dante, parecía experimentar la Divina Comedia, ya aceptaba y hasta me deleitaba con tales trances, pero aún no podía entender qué tenía que ver esto con la salud y la enfermedad, con la curación, con mi práctica médica y, sobre todo, con las plantas medicinales. Y es entonces cuando don Roberto me habla del purgatorio. ¡Ah!, claro, también en mi tradición judeocristiana existía ese cuarto espacio, además del cielo, la tierra y el infierno. Pero él no me estaba hablando de un lugar. Me fue enseñando que el purgatorio es el proceso obligado para pasar de un mundo inferior a un mundo superior. Bien sea del infierno a la tierra o de la tierra al cielo. Y el purgatorio, como en español bien lo indica la palabra, era la purga: purgar era la condición necesaria para tal tránsito.

¿Purgar? Hace tiempo que esa palabra había desaparecido de la medicina moderna. La práctica de consumir catárticos y laxantes para limpiar el organismo, el sistema digestivo, los riñones o los pulmones, había sido expulsada al mismo tiempo que la noción de limpieza. Hoy a duras penas hablamos de «purga» para referirnos al consumo de medicamentos antiparasitarios.

Y entonces comprendí que, por ejemplo, el yagé es sobre todo y ante todo un purgante, una planta que, como muchas otras, introduce a la persona en un purgatorio. Sí, el yagé es la planta que conduce a un mundo superior, pero al mismo tiempo es la planta que limpia y purifica para acceder a ese nuevo mundo. Entiendo ahora por qué don Roberto y los muchos otros chamanes a quienes luego he conocido dicen, cuando vamos a tomar yagé, «vamos a purgarnos». Ya no era el efecto psicodélico lo importante. Ahora era el efecto purgante, limpiador y purificador lo que importaba. Bien me decía don Roberto que «los blancos» se gastan el yagé viendo películas y al amanecer sólo queda eso. «No se quede mirando películas; purgue y guárdese el yagé, que allá en su vida cotidiana se le convierte en salud, en buen pensamiento, en fortaleza y en alegría».

Con mi limitada comprensión mental, al mismo tiempo generalizadora y reduccionista, no acababa de entender. ¿Si tomo yagé, paso del infierno al cielo? me preguntaba yo y el indio respondía «sí y no». No es que Germán Zuluaga tomó yagé y pasó de vivir en el infierno a vivir en el cielo. El Germán que vivía antes en Cota, que tiene esposa e hijos, que trabaja en un consultorio médico, a quien le gusta el fútbol y la música, después de tomar yagé sigue siendo el mismo Germán Zuluaga, aquí y ahora, con los mismos defectos y las mismas cualidades. Sigue en el mismo lugar y en las mismas circunstancias que antes de tomar yagé. ¿Entonces?

Aprovecho el símbolo judeocristiano para ilustrar lo que finalmente comprendí: para pasar de Egipto a la Tierra Prometida, de la esclavitud a la libertad, de la enfermedad a la salud, es preciso pasar por el desierto, y ¡cuarenta años! No hay otro camino. El desierto es el purgatorio. Y en el desierto se limpian los apegos y las idolatrías. Y en el desierto se aprende a desear el agua y el pan de cada día. Y en el desierto se conoce a Dios y se establece un pacto con Él. Y en el desierto se hacen las promesas para vivir bien, para ser capaces de vivir en la Tierra Prometida. Egipto es la enfermedad. La Tierra Prometida es la salud.

¿Qué son las plantas medicinales? El bastón que abre el Mar Rojo, la vara que rompe la roca para que surta el agua, la nube que cubre la travesía, el maná que cae cada mañana como rocío para darnos el pan de cada día, la serpiente clavada para que al mirarla se curen las mordeduras de las enfermedades. ¿Y cómo usar las plantas medicinales? Ahí están las tablas de la ley, la Alianza de Dios con la naturaleza y con los hombres, la Ley de Origen de todos los pueblos, la sabiduría de los conocimientos tradicionales que viene del Cielo, del Sinaí, de la selva amazónica, de las sierras de México, de los mamos en la Sierra Nevada de Santa Marta, de los páramos del Tíbet, de la nieve de los inuit, del saber popular de los pueblos campesinos, y siempre del mundo invisible.

Y me enseñaba don Roberto: no es que tomó yagé para irse de aquí para allá. ¿Sufre de  úlcera gástrica y no se mejora con endoscopias y omeprazol? ¿Quiere curarse? Pase por el purgatorio. La úlcera es su infierno… el purgatorio su curación… la salud es su cielo. ¿Sufre de depresión y los siquiatras y los medicamentos antidepresivos no lo curan? Pase por el purgatorio. La depresión es su infierno… el purgatorio es su curación… la paz y la alegría cotidiana son su cielo. ¿Sufre de problemas conyugales y no mejoran con las terapias de pareja y los buenos propósitos? Pase por el purgatorio. El desamor es su infierno… el purgatorio es su curación… la conciliación y el enamoramiento son su cielo.

Al tomar yagé comenzó en mí un proceso terapéutico, un purgatorio que no termina al amanecer de la ceremonia, un purgatorio que me invita a vivirlo tomando plantas amargas, mejorando mi alimentación, bañándome con agua fría, tomando plantas vomitivas y purgantes; a acoger sobre todo a las plantas medicinales en mi vida cotidiana, para que ellas me vayan curando la carne, la sangre, los huesos, los recuerdos, las emociones, los sentimientos, los pensamientos y la espiritualidad. Todo eso al mismo tiempo. Ya no es el yagé el que me lleva al cielo. Si tomo yagé y nada más, aquí me quedo. Son todas las plantas medicinales, en concierto, las que me van dando la salud. Plantas que me invitan a ser juicioso, a tener moderación y templanza, a tener benignidad, a perdonar, a ser alegre, para así poder servir a mis hermanos, para así poder participar en el concierto de la curación del mundo.

Y todo esto no fue suficiente. Una noche don Roberto me enseñó algo nuevo. «Si hay cien personas y noventa y nueve están bien y una está mal, si hay noventa y nueve sanos y uno está enfermo, todos están mal, todos están enfermos. La enfermedad de uno es la enfermedad de todos, y hasta que no se sanen todos, seguiremos enfermos». ¡No podía creerlo! Ahora me arrancaba de la noción de la salud individual y me sumergía en la noción de la salud colectiva. Pensaba para mis adentros que este indio no solamente me enseñaba de medicina de personas, sino que ahora me hablaba de salud pública, de salud comunitaria. Ya no se trata tan sólo de curar personas. Las relaciones sociales, los afectos, los sentimientos, los vínculos familiares, sociales y comunitarios entraban a formar parte de la salud y la enfermedad.

Así entendí que la definición de salud no era simplemente, la que había aprendido en la Universidad, un estado de bienestar físico, mental y social. Con el indio entendí que sólo es posible la salud si también y sobre todo tenemos en cuenta la naturaleza, la cultura y la espiritualidad. Y aún más, que mi salud no se trata de un estado y más bien se trata de un asunto de relaciones: salud es la buena relación consigo mismo, con los demás, con la naturaleza y con el mundo espiritual.

Ahora resultaba que la cuestión ya no era solo convertirme en un mero curandero mestizo más, a la manera del médico occidental, sino que me vería obligado a salir del consultorio y de los pasillos del hospital para sembrar salud. Con el indio aprendí la importancia de la diversidad, y desde entonces quise comprometerme a trabajar ya no solo por el mejoramiento de la salud humana, sino también por la conservación de la diversidad biológica y por la protección de la diversidad cultural.

Y sí, gracias a don Roberto, me convertí en médico y curandero mestizo. Durante más de treinta años he atendido a muchos pacientes que han recibido el beneficio de las plantas medicinales con su lenguaje tradicional. Pero afuera del consultorio me convertí en un feliz y condenado juglar que clama a los cuatro vientos el don maravilloso de las benditas plantas, sin importar sin son o no menospreciadas por la ciencia y la razón occidental, que las promueve para sembrarlas, conocerlas, apreciarlas y usarlas, bien sea en el nivel de la promoción y el autocuidado, bien para aliviar o curar el purgatorio de nuestras dolencias cotidianas. Ya, desde entonces, no solo rezo por «el pan nuestro de cada día», sino también por «la planta medicinal de cada día».

Hace treinta y cinco años conocí a un indio. ¡Me hubiera ido mejor si me hubiera atropellado una tractomula! A los dos años de estarlo visitando me dijo: «doctor, creo que ya lo estoy civilizando». Y no mucho después me dice «ya lo estoy curando». ¿Cómo así? Yo era el médico civilizado, graduado en la Universidad, que tuve la generosidad de atreverme a comprender su lenguaje, y ahora resulta que para él era el salvaje enfermo que recibía el beneficio de su sabiduría.

Años después dictaba unas charlas sobre la medicina tradicional indígena en una Universidad de Lima, Perú. Al final, un médico que asistió me hizo una extraña pregunta: «¿Doctor Zuluaga, después de lo que nos ha contado sobre su encuentro con los indígenas, cuál diría que es el órgano que más ha tenido que usar con ellos. ¿El cerebro, para entender todo lo que le enseñaron? ¿El corazón, para sentir ese amor que manifiesta por ellos? ¿El hígado, pues, como bien lo ha explicado, le permitió limpiarse de sus enfermedades? ¿Cuál? » Interesante e inusual pregunta. Tardé un par de minutos en buscar la respuesta y al final le dije: «Ninguno de los tres. ¡Las rodillas! Porque estos indios me han hecho doblarlas una y otra vez».

Sí, aquel indio, don Roberto, y luego los muchos otros a quienes por privilegio de la vida he podido conocer, permitieron que mi mente y mi corazón comprendieran de una nueva manera el valor de las plantas medicinales para la vida, la salud y la enfermedad, la naturaleza, la cultura y la espiritualidad. Tardé mucho tiempo en aceptar que el yagé, ese mágico brebaje, ya no era el dios o la planta sagrada que guiaba mi existencia. Comprendí que las plantas, todas, eran un regalo, fuente de salud, alegría y curación para el mundo. ¡Que todas las plantas medicinales son sagradas!

Poco antes de su muerte me dijo: «Doctor, ya lo traje hasta aquí y le mostré todo mi mundo y mi conocimiento. Usted cumplió y fue capaz de llegar. Ahora que me muero, lo dejo en el lugar donde lo encontré. Y su tarea es volver hasta aquí por el camino de su ciencia». Aún no he cumplido esa fascinante tarea y por eso les comparto estas historias.

¿Cómo resumirlo? Para terminar, quiero compartirles este extraño palimpsesto. Un hombre y una mujer habitan en el jardín. Le dicen no a Dios, le dicen no al jardín y se ven obligados a vivir en un desierto. Siglos después, un hijo del hombre en el desierto le dice sí a Dios, sí al jardín y abre las puertas para que hagamos de nuestro desierto un jardín.

Y esa es ahora la invitación. «Hagamos de nuestra casa un jardín». Volvamos a la naturaleza, conozcamos y apreciemos las plantas medicinales, las benditas plantas que nos llevan de la esclavitud a la libertad, de la enfermedad a la salud. Y plantas medicinales no son solamente el yagé o las «plantas sagradas de los indios». ¡Son todas las plantas!, los árboles frutales y que dan sombrío, las plantas que dan alimento y tinturas y perfumes, las plantas dulces y aromáticas que calman, las plantas y frutas ácidas que refrescan, las plantas amargas que limpian y fortalecen, las plantas ornamentales que alegran y embellecen. ¡Volvamos a la naturaleza! ¡Y ese jardín lo sembramos entre todos!

Salud, Cultura y Naturaleza